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Decir lo indecible
Denunciar abiertamente y arriesgarse a ofender: es la única forma de desafiar a la injusticia y evitar la censura
03 May 18
Una mujer mira por la ventana, Hernán Piñera/Flickr

Una mujer mira por la ventana, Hernán Piñera/Flickr

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Una mujer mira por la ventana, Hernán Piñera/Flickr

Una mujer mira por la ventana, Hernán Piñera/Flickr

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Irradia belleza. Una nariz franca y orgullosa que algunos aseguran insinúa el tamaño de sus atributos personales; es cierto: no lo de la nariz, sino lo de su belleza. Tiene una cara amable, sus ojos de color castaño oscuro miran a la cámara con añoranza, tiene unos labios seductores perfectamente perfilados. Osama bin Laden es guapo… y no le falta sex appeal.

No estoy de acuerdo con sus ideas políticas, creencias, valores, fundamentalismo islámico ni métodos de lidiar con la hostilidad que occidente sigue expresando contra el pueblo musulmán. Una hostilidad que sin duda contribuyó a su animadversión contra gente de todas partes.

Simplemente estoy expresando una opinión frívola y superficial. Cuando mis amigos me oyen decir que creo que Osama bin Laden está bastante follable, o me dan un golpetazo en el hombro y me dicen que me calle, o me preguntan: «¿Crees que te sienta bien el naranja y quieres acostumbrarte a estar encerrada en una jaula chamuscándote bajo el sol abrasador y de la que solo te dejarán cinco minutos de vez en cuando para hacer ejercicio?» No se referían a los fetiches sexuales de Osama, sino a las necesidades de Bush y Blair.

En mis horas bajas, Boris Johnson solía ponerme también, siendo superficiales otra vez, por su jovial pomposidad de inglés torpón. Tampoco estoy de acuerdo con su ideología. Cierto es que a Boris no lo acusan de hacer volar por los aires a gente inocente, y no vive en una cueva viendo cómo hacen estallar a sus vecinos. Con lo de Boris solo se reían de mí; no había actitudes que me encuentro cuando expreso la follabilidad de Osama.

¿Entonces por qué digo y escribo lo indecible después de haber vivido hostilidad y agresión extremas? La respuesta podría ser que soy impulsiva, que pienso en voz alta con frecuencia, que me gusta sacar a relucir los temas que me rodean y debatir sobre ellos. En mi obra exploro muchos puntos de vista, desde los del opresor hasta los del oprimido.

Mi primera obra de teatro, Reshaam, iba sobre un «crimen de odio» en una familia británica de origen pakistaní cuya hija se había desviado de lo que se esperaba de ella. Estaba ambientada principalmente en una tienda de telas con algunas escenas en una mezquita, donde el abuelo de la chica estaba conspirando para matarla.

El clima político de entonces era muy distinto. Las respuestas que recibí en aquel entonces de diversas comunidades pakistaníes fueron «gracias por escribir sobre esto»; «mi hija pasó por una experiencia parecida»; «los hombres son unos chismosos y se esconden tras el velo de la mezquita».

Desde el 11 de septiembre el ambiente ha cambiado en Reino Unido, y un sentimiento de islamofobia posiblemente exagerado se ha adueñado de nuestro país, por lo que la exposición de comunidades musulmanas a temas delicados conduce, como es comprensible, a sentimientos de hostilidad.

Mi obra Bells nos introduce en el sórdido mundo de los clubs de mujra (cortesanas), una tradición centenaria en Pakistán de la cual una versión pervertida ha reaparecido en Reino Unido y está proliferando gracias a las redes de trata. Una carnicería halal durante el día, Bells se convierte por la noche, en el piso de arriba, en un club solo para hombres en el que chicas vestidas con el atuendo tradicional bailan de forma seductora para los clientes que arrojen dinero a sus pies, y van más allá con los que pagan más. Bells tiene toda la chispa de Lollywood, pero la realidad de las vidas secretas que oculta deslustran todo el glamour y el oropel: se trata de un lugar en el que se compra y se vende carne. Bells cuenta la historia de una chica pakistaní, Aiesha, a la que han traído a Reino Unido contra su voluntad a trabajar en un club de cortesanas del este de Londres. Descubrir que este mundo está vivo y coleando aquí, en este país, quién sabe si a la vuelta de la esquina, es un fascinante choque cultural y una realidad a la que hemos de enfrentarnos para proteger a las personas vulnerables a las que afecta.

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Sectores de la prensa nacional se hicieron eco de Bells como «una obra de teatro sobre burdeles musulmanes», una forma sensacionalista de resumirlo que colocaba el foco de forma exagerada en la religión, en detrimento de las circunstancias desesperadas de las mujeres. El Birmingham Rep Theatre recibió amenazas de disturbios en la noche del estreno hace dos años. El teatro había dispuesto medidas especiales para protegernos tanto a mí como a los empleados del teatro y a los actores, y tomaron una decisión positiva al asegurarme de que, pasase lo que pasase, no cederían ante los manifestantes ni cancelarían la función —no como con Bezhti, cuya cancelación en 2004 tras las protestas de algunos miembros de la comunidad sij causó gran revuelo—. No obstante, personalmente yo sufrí durante de la gira nacional y después de terminar esta: hombres asiáticos jóvenes me abuchearon y gritaron obscenidades, hubo ancianos que me escupían y comentarios repugnantes sobre mí y mi familia en varios blogs. Mi coche explotó en un ataque de incendio provocado. Más adelante me enteré de que podría haber sido un castigo infligido por un fundamentalista jactándose de su superioridad moral, pues me veían como una «no creyente en Dios». Yo seguí declarando públicamente que no iba a dejarme amedrantar por unos matones, pero cuando estaba escribiendo mi obra In No Sense para el Theatre Royal Stratford el año pasado, me di cuenta de que me estaba censurando a mí misma, y temí no querer atraer futuros ataques de aquellos que se habían sentido insultados por mi «malvada» obra. Al principio creí que lo que tenía era bloqueo del escritor, pero, una vez reconocí que me estaba desmoronando bajo la presión de las expectativas de los medios y el miedo a los fundamentalistas religiosos, tuve que elegir entre callarme y aguantar o tratar de continuar y enfrentarme a los matones. No hubo sorpresas en cuanto a mi decisión.

A menudo nos recuerdan que los niños no nacen siendo malos: el impacto de la sociedad, la economía y las condiciones de salud de los primeros cinco años determinan el adulto en el que se convertirán. Ese adulto que después contribuirá a nuestras sociedades. A algunos de ellos los queremos; a otros los odiamos: Boris, Blair, Osama, Bush.

Algunos me odian, pero hay muchos más que me quieren. Tuve salud, dinero y amor en abundancia durante mis primeros cinco años de vida. Mi condicionamiento social no fue el habitual para una niña británica de ascendencia pakistaní.

Mi padre era un terrateniente analfabeto de Pakistán nacido en una familia con seis hijos varones; su madre era arrogante, peleona, una belleza. Tanto los vecinos del pueblo como los parientes les tenían miedo, a ellos, a su riqueza y su poder. Por lo visto, cuando era adolescente, mi padre tuvo una pelea infantil su hermano pequeño. En un arrebato de ira mi padre lo empujó; el niño cayó sobre un instrumento afilado de algún tipo para la cosecha y murió. Esta familia tan temida fue capaz de sobornar a la policía y colocar el cadáver en la casa de un vecino para que este cargase con la culpa. Poco después de aquello, mi padre emigró a Inglaterra para empezar una nueva vida. Como la mayoría de los inmigrantes de los sesenta, se puso a trabajar en una fábrica. Recuerdo la London Rubber Company en la que hacía guantes para fregar y condones. Mi padre no tenía hermanas de las que preocuparse; el honor, la dignidad, la dote eran conceptos lejanos, y cómo trataba a las hijas de otra gente nunca fue un problema para él.

En 1965 volvió a Pakistán y se casó con mi madre, una chica de ciudad, descarada y con una buena educación. Era un nuevo comienzo para mi padre, ahora que era un rico londinense de una familia terrateniente y adinerada. Mi padre la trajo a Londres, donde crio a su hijo «ilegítimo» de un romance anterior en Pakistán. Durante cinco años intentaron tener un hijo propio y, al final… ¡voilà! Una hija. Según lo recuerda mi familia, era el hombre más feliz del lugar, y mis recuerdos de cómo me trataba son los de un padre cariñoso y divertido que me adoraba, me llamaba su sher puttar («hijo tigre») y me enseñaba a defenderme por mí misma y, si alguien me pegaba, a «patearles las espinillas». Llevaba con orgullo una cicatriz con forma de media luna en la frente que al parecer eran marcas de dientes donde yo le había mordido una vez. Por ello me recompensó con alabanzas, abrazos y besos. ¡Sher puttar!

En presencia de mi padre, mis familiares agachaban la cabeza; en su ausencia, decían sin tapujos lo que pensaban de él y me trataban con resentimiento, incluso con odio, especialmente mi medio hermano «ilegítimo», que literalmente se hacía pis encima delante de mi padre. Mi madre no le tenía miedo: exploraba libremente los placeres de las tiendas de moda de Londres y salía de paseo con sus amigas. Puede que a ninguna feminista intelectual le parezca liberador, pero comparada con las mujeres de su entorno, llevaba una buena vida. De media, mis tías tuvieron hasta cinco hijos cada una. Trabajaban desde casa, en sus oscuros sótanos, cosiendo vestidos para patrones explotadores. Afortunadamente, a mi madre le vino bien la baja cantidad de espermatozoides de mi padre; de otro modo habría estado en una situación parecida a la de mis tías.

Mi madre siempre me equipaba con modernos pantalones de campana y minivestidos psicodélicos. También fantaseaba con ser peluquera, por lo que todos los sábados yo pasaba el rato sentada en la bañera, desnuda y tiritando, mientras ella hacía experimentos en mi pelo con unas tijeras de sastre. Mis primas me envidiaban por mi corte de pelo a lo paje, muy de moda, y yo las envidiaba a ellas porque yo quería tener dos trenzas largas, brillantes de aceite y con dos lazos rojo chillón.

Mis primos iban a la mezquita a aprender el Corán; pensaban en todas las excusas posibles para escurrir el bulto, pero sus padres, con ayuda del bastón del mulá, insistían en que de mayores serían paganos, abiertamente sexuales, indignos y no islámicos si no iban. Exactamente por estos ridículos temores, mi padre nos mantuvo a mí y a sí mismo bien alejados de la mezquita y de los sermones del mulá. Solo fingía que rezaba dos veces al año, en Eid, e incluso entonces usaba un gorro de rezo improvisado: un pañuelo blanco con un nudo atado en cada esquina. No estaba dispuesto a doblegarse a la pompa y los ropajes. Se oponía a la hipocresía y creía que la religión provocaba odio. Además, ser analfabeto tampoco ayudaba a restaurar su fe en las palabras coránicas, ni escritas ni habladas, y le molestaba el temido tabú que hay contra discrepar o debatir sobre ellas.

Las prioridades absolutas de mi padre, aparte de mi madre y yo, eran ganar dinero, comprar propiedades y ganar más dinero. Esto, creía él, haría que su sher puttar tuviera una dote a tener en cuenta. La escuela y la educación eran lo importante para él, y era en lo que yo debía concentrarme: no en las tareas domésticas ni en la religión, solo en jugar e ir a la escuela. En cuanto supe juntar las primeras letras y formar palabras, recuerdo que tuve que empezar a leer su correo. Había palabras de mayores como «alquiler» y «propiedad vitalicia», nada de «Pepito y Juanita fueron de paseo».

Las cosas cambiaron dramáticamente en el quinto año de mi vida. Lo que deberían haber sido unas felices vacaciones en familia en Pakistán terminaron siendo el inicio de algunos de los peores años de mi vida.

Sin consultarlo con mi padre, mi madre le dio sus joyas de oro a un familiar pobre. El oro nunca benefició a esta familia concreta, ya que se lo robó un ladrón de tres al cuarto. Todo esto a mi padre le pareció demasiado extraño para ser verdad. Se sintió traicionado por su mujer. Como éramos inseparables, mi madre me dejó unos días con mi padre en nuestro pueblo natal y se marchó a casa de su madre en la ciudad de Jhelum, hasta que se le pasase el enfado. En su ausencia, mi padre se casó con una mujer del pueblo de al lado y la metió de forma ilegal en Londres utilizando el pasaporte de mi madre. Un plan astuto, debieron de pensar.

Mi madre, con las ventajas de su bachiller y su nivel básico de inglés, se las arregló para volver a entrar en Inglaterra por su cuenta y después de un juicio ganó la custodia sobre mí a tiempo completo, mientras mi padre solo obtuvo acceso los fines de semana. No muchas mujeres pakistaníes habrían humillado así a sus maridos en el Londres de los años setenta.

Nunca nadie había desafiado así a mi padre en su vida, y ahí estaba esa mujer, su propia esposa, haciendo precisamente eso: un insulto terrible.

Los fines de semana notaba mi lealtad dividida. No podía soportar separarme de mi madre, así que me negaba a visitar a mi padre. Mi madre necesitaba un poco de tranquilidad; trabajaba a tiempo completo en una tienda de fish & chips y normalmente estaba exhausta. Mi padre solía aparecer religiosamente cada día de cada fin de semana, todo para que yo lo rechazase cada vez.

Un día volví a casa del colegio para descubrir a la policía sacando de allí el cuerpo sin vida de mi madre. Había sido asesinada. Más tarde me enteré de que el asesino había puesto la habitación para que pareciese un burdel. Fue el sello definitivo de deshonra sobre una mujer. Abandoné la habitación que tenía mi madre alquilada en Leyton y, cogida de la mano de mi padre, empecé mi nueva vida con su nueva mujer.

Los prejuicios raciales de la policía de mediados de los años setenta y su falta de comprensión cultural en el momento de la muerte de mi madre supusieron que el caso de su asesinato nunca se resolvió. Acusaron a mi padre, pero fue absuelto. Yo caminaba por mi barrio y veía fotos de mi madre pegada en vallas publicitarias, escaparates, en las puertas de los cines, pero nunca me permitieron reconocer la presencia de los carteles ni pronunciar una sola palabra de mi madre nunca más. (¿Era una estrella que me había dejado por los focos brillantes de la televisión? ¿…por Los ángeles de Charlie?)

Pasé unos años muy infelices con mi padre y su nueva familia, sin decir mucho, escondiendo los secretos familiares, protegiendo a la gente que me maltrataba física y mentalmente de la ira de mi padre. Si se lo contaba a alguien, siempre temía que el castigo último para ellos sería la muerte. Odiaba a esta gente por lo que me hacían, lloraba hasta quedarme dormida en muchas ocasiones sin saber qué hacer, a quién contárselo, pues no quería que nadie más de mi familia se muriese. Y, en cierto modo, vivía con miedo de todas las posibles represalias de mi padre, que me quería con locura y nunca me haría daño ni permitía que nadie siquiera me levantase la voz.

Ansiaba tener hermanos y hermanas. En el colegio fingía que tenía «una vida normal» hablando de mi padre como si fuese mi madre. Mi curiosidad me estaba abocando cada vez más y más al silencio y a ser invisible, para poder escuchar a mis familiares susurrándose en secreto historias sobre mi madre. Cuando reconocían mi presencia, me saludaban con halagos sobre mi belleza y con tonos de compasión y lástima. Nadie fue nunca lo bastante valiente para enfrentarse a mi padre, hablar de mi madre muerta y defenderme de la «madrastra malvada». Quizá eran cobardes, hipócritas, egoístas y chismosos. Yo tenía demasiado miedo para contarle a mi padre lo infeliz que era, y aun así era a quien estaba más unida. Sí se lo conté a mis tías y tíos, que dijeron que si yo decía algo, mi padre mataría a mi madrastra y a mi hermanastro por hacerme daño. Así que lo único que me quedaba para asegurarme de que todo el mundo seguía a salvo era persuadir a los Servicios Sociales de que me pusieran en un régimen de acogida. Me llevó tiempo convencerles, pero al final me escucharon.

Conseguí que me raptasen de mi familia pakistaní y me diesen a la familia más preciosa que cualquiera pudiera soñar. Es cierto: el Príncipe Azul nunca vino a mi puerta con un zapato de cristal, pero al final terminé con algo mucho más especial y preciado. He estado con ellos desde entonces; han hecho que casi todos mis sueños sean realidad. Tengo una madre política y poderosa, enrollada y bellísima, un padre muy guapo que es el alma más dulce del mundo y tres hermanos y tres hermanas a quienes adoro. Biológicamente no soy mestiza; pero mentalmente y socialmente soy medio inglesa y medio pakistaní, y muy orgullosa de ser ambas. Mi herencia es musulmana, pero no profeso ninguna religión.

Fui censurada por el miedo durante gran parte de mi vida, hasta que un día, a los 14 años, escribí a mi padre biológico y le conté exactamente cómo me sentía, le conté explícitamente lo que me había pasado cuando vivía con él, que mis nuevos padres ingleses eran perfectos y que volvía a estar a salvo. Mi padre, el hombre al que todo el mundo temió durante toda su vida por ser tan directo y por su reputación de presunto asesino, se marchitó, se convirtió en un despojo de lágrimas y murió unos pocos años más tarde. Y nosotros vivimos felices para siempre… o casi.

Incluso con el apoyo, la seguridad y la paz de mi familia adoptiva, aún continúo viviendo una vida en la que no todo es fácil. He vivido tiempos coloridos, difíciles y divertidos, llenos de amor, risas y alguna lágrima ocasional, pero no como en mi infancia más temprana.

Soy una trabajadora social y monitora juvenil con una fantástica vida social. He conocido a tantísima gente a nivel local, nacional e internacional que han vivido horribles experiencias de explotación, abuso, violencia, injusticia social y económica, tortura, fundamentalismo, intolerancia. Si no puedo ayudarlos por medio de mi propia intervención personal, puedo hacerlo no callándome, cuestionando lo que los medios y el gobierno nos intentan colar, explorando y cuestionando los problemas por medio del cine y el teatro para llamar la atención de quienes están en posiciones de poder y animarlos a cambiar las cosas; desde el «matón del patio», la «familia», el «terrorista» o el «político» hasta la «víctima». De otro modo, no seré mucho mejor que mis tíos y tías, que la policía y los jueces, que estuvieron ahí sin hacer nada durante años, bien ignorando o bien observando lo que me pasaba y susurrando su preocupación detrás de puertas cerradas, por miedo a los dictadores y a los chismorreos. El deshonor y la corrección política son compañeros de la censura: debemos superarlos con cualquier medida no violenta que sea efectiva. Las culturas, los estados políticos y las religiones deben considerar sus indecibles con la esperanza de que sus respuestas se vuelvan decibles, y eso pasa por cuestionar nuestros propios indecibles también.

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Yasmin Whittaker-Khan es dramaturga. Para más información, escribe a [email protected].

 

This article originally appeared in the summer 2007 issue of Index on Censorship magazine

Traducción de Arrate Hidalgo

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With: Alistair Beaton; A C Grayling; Peter Wright[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=”1/3″][vc_single_image image=”89177″ img_size=”medium” alignment=”center” onclick=”custom_link” link=”https://www.indexoncensorship.org/2007/06/what-new-labour-did-for-free-speech/”][/vc_column][vc_column width=”1/3″ css=”.vc_custom_1481888488328{padding-bottom: 50px !important;}”][vc_custom_heading text=”Subscribe” font_container=”tag:p|font_size:24|text_align:left” link=”url:https%3A%2F%2Fwww.indexoncensorship.org%2Fsubscribe%2F|||”][vc_column_text]In print, online. In your mailbox, on your iPad.

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By Yasmin Whittaker-Khan

Yasmin Whittaker-Khan is a playwright.

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