De pronto, esta narrativa patriota, frustrada por una aventura extranjera, viró bruscamente. Viró contra los que protestaban contra la guerra desde casa. Las tropas estadounidenses se abastecían sobre todo de las filas pobladas por negros pobres y blancos sureños pobres. Los jóvenes universitarios de clase media evitaron en su gran mayoría el servicio militar. Estos, sin embargo, fueron los que más alzaron la voz contra la guerra. Eran, en principio, los amigos y portavoces de las tropas que sufrían en el extranjero. Pero la práctica del patriotismo resultó ser otra muy distinta.
Sabemos, gracias a la investigación de personas como Robert Jay Lifton y Robert Howard, entre muchas otras, que las tropas en realidad se sentían acosadas desde dos frentes: en lo local, en el terreno, por los vietnamitas, y en lo simbólico, en casa, por estos amigos que protestaban. A los vietnamitas los consideraban enemigos patrióticos, y a los manifestantes que protestaban contra la situación en la que habían metido a las tropas los acusaban de ser antipatrióticos. A medida que se desvanecía la posibilidad de una victoria decisiva en el terreno, la posibilidad de obtener una victoria arrolladora sobre los enemigos que tenían en casa se fue tornando un vivo deseo. En 1968, relata Howard, en pleno auge de las protestas contra la guerra, miles de miembros de las tropas estadounidenses llevaban un mensaje en el casco: «América: la amas o la dejas».
La sensación de haber sufrido una traición desde dentro fortaleció cierta determinación, cierta «fantasía», en palabras de Lifton. El gobierno debería tomar cartas en el asunto para hacer callar a estos enemigos de dentro, de forma que pueda validarse el proyecto patriota. Y, en Estados Unidos, fue ese deseo del público de que los políticos actuasen de forma decisiva para sofocar el desorden interno y las protestas lo que puso en el poder a la derecha de Richard Nixon.
Repaso esta parte de la historia, en parte, porque arroja luz sobre los complejos ingredientes del sentimiento patriótico. No es que las tropas estadounidenses y las clases obreras del país fueran unos desgraciados, sino que estaban profundamente confundidos. Dentro de la cáscara de la guerra contra un enemigo interno, estas personas imaginaban otra guerra sucediendo en su propia nación, librada contra los traidores que fingían ser amigos. El acto arrollador de esa pugna interna por validar la narrativa patriótica sería silenciar el desacuerdo.
También recuerdo este pasado porque tal vez les ayude a ustedes a entender parte de las dinámicas existentes hoy día en la sociedad estadounidense. El lenguaje que se utiliza hoy en Washington sigue siendo un lenguaje de rescate, de redención, del triunfo del bien sobre el mal; e, igual que entonces, el escenario para esta narrativa, el escenario estratégico, carece de claridad o propósito. Pero echemos un vistazo a la condición doméstica del superpoder estadounidense. He aquí un país fragmentado e inconexo internamente, más incluso que hace 40 años. Confuso, por supuesto, y ahora furioso por los ataques terroristas contra él. Un país cuyas divisiones internas de clase se han hecho mayores y cuyas divisiones raciales y conflictos étnicos siguen sin sanar.
Al contrario que en Reino Unido —y es algo que creo que se trata de una fuente de malentendidos anglo-europeos—, a la izquierda de EE.UU. le falta el rol tradicional de una oposición leal. Y he terminado por creer que algunos elementos de la izquierda estadounidense han aprendido demasiado bien la lección que esbozo a partir de Vietnam. Esta izquierda se ha silenciado a sí misma, por miedo a que la oposición los descubra como malos americanos. Así es como se internaliza este síndrome.
Pensar a través de la narrativa es, por supuesto, un elemento básico en la interpretación del mundo diario, así como del mundo del arte. Y las narrativas en el mundo diario, al igual que las narrativas en el arte, no acatan un único cúmulo de reglas. Como en la ficción, las historias compartidas en la vida diaria no tienen por qué terminar en actos catárticos que sean represivos o destructores. Y, en mi opinión, el patriotismo ya no necesita seguir un único curso. Si los defectos tácticos de la estrategia estadounidense actual son tan insalvables como los de la guerra de Vietnam —y yo creo que lo son—, el reto para nuestro pueblo (y me refiero al pueblo americano) consistirá en evitar lo que ocurrió en Vietnam, sorteando la búsqueda de una catarsis narrativa, cuando nos miremos unos a otros en busca de una resolución, una solución, un momento decisivo.