Analizando estas sentencias, el escritor Jonathan Rauch, en su libro de 1993 Kindly Inquisitors (del cual extraigo las citas), identificó la tendencia, entre los intelectuales de occidente, de repudiar la sentencia pero no la idea de que Rushdie había cometido un crimen: «Si seguimos por este camino, significa que aceptamos el veredicto de Jomeini y simplemente le estamos regateando la sentencia. Si la obedecemos, aceptamos que en principio lo que ofende debería reprimirse, y lo que hacemos es discutir qué ofende y qué no… eso sí es ofensivo».
Este es el elemento ausente en el debate sobre el alcance y la regulación de la expresión. La idea de que expresarse con libertad, si bien es importante, ha estar en equilibrio con evitar la ofensa es petición de principio, ya que da por sentado que la ofensa es algo que ha de evitarse. La libertad de expresión, en efecto, hiere, pero no hay nada de malo en ello. El conocimiento avanza gracias a la destrucción de malas ideas. La burla y el escarnio se cuentan entre las herramientas más poderosas de ese proceso. Tomemos por ejemplo Cándido de Voltaire, o los escritos de H.L. Mencken sobre el caso del juicio de Scopes, saturados de desprecio por los oscurantistas religiosos que se oponían a la enseñanza de la evolución en las escuelas de Tennessee.
Es inevitable que se ofendan quienes ven a otros mofarse de sus más profundas convicciones, y es posible —aunque no obligatorio, y se da el caso de que no sale de mí— extenderles simpatía y compasión. Pero no tienen derecho a protección, mucho menos compensación, en la esfera pública, por muy groseros y repugnantes que sean los sentimientos expresados. Una sociedad libre no legisla en el reino de las creencias; por ende, no debe ocuparse tampoco del estado de las sensibilidades de sus ciudadanos. Si lo hiciera, no habría en principio ningún límite a los poderes del estado, ni siquiera en el ámbito privado del pensar y el sentir.
No le ha ayudado al debate —si acaso lo ha empañado aún más— un uso impreciso de la palabra «respeto». Si se trata de una mera metáfora del libre ejercicio de la libertad religiosa y política, entonces es un principio incuestionable, pero también un uso redundante y poco claro. El respeto por las ideas y aquellos que se aferran a ellas es otra historia. Las ideas no tienen derecho a nuestro respeto; se ganan el respeto según su capacidad de hacer frente a las críticas. Incluso algunos fervientes defensores de la libertad titubean en este punto. El activista pro derechos humanos Peter Tatchell escribió hace poco acerca de un debate televisivo particularmente sesgado: «Hasta los musulmanes supuestamente moderados del programa de anoche exudaban un tufillo a hipocresía. Ibrahim Mogra, del Consejo Musulmán Británico (MCB), dijo: ‘No queremos imponerle nuestro modo de vida a nadie. Lo único que queremos es vivir en el respeto mutuo’. Nobles sentimientos. Una pena que no sea la realidad». Resulta que exigir respeto no es un noble sentimiento. Es, como mucho, una cualidad que se obtiene a través de la robustez intelectual de las ideas de uno en la arena pública.
Un añadido más que complica el debate es un retorno —uno bastante oportunista, por cierto—, al concepto de las costumbres y su subclase, los tabús. En diciembre de 2006, el régimen teocrático iraní organizó una conferencia en la que negaban el Holocausto, al parecer, como un gesto de represalia por la caricatura danesa. Se da la casualidad de que participé en un debate en Londres al mes siguiente con un representante del Consejo Musulmán Británico, Inayat Bunglawala, que trató las dos provocaciones como análogas de forma explícita. No había «necesidad», decía, de montar la conferencia, un malentendido total de las bases de la objeción. La negación del Holocausto está mal, no porque sea ofensivo, sino porque es falso. Es una hipótesis especulativa que puede mantenerse de forma coherente solo si se ignoran o falsifican pruebas históricas. Hay leyes en algunos países europeos contra estas forma de antisemitismo, y son desacertadas y dañinas por motivos similares a los que he expresado. La labor de exponer la falsedad de las afirmaciones de los negacionistas del Holocausto corresponde a historiadores competentes, no a los abogados. La calidad de ofensivo es irrelevante a la cuestión.
Aparte, se da una cuestión de pragmática. Si quienes tienen profundas convicciones ven que reciben compensación cuando alguien hiere sus sentimientos, estarán a la caza del sufrimiento mental. Cuando un grupo lo consiga, otros percibirán el incentivo para confeccionar exigencias comparables. En Birmingham, hace dos años, unos manifestantes forzaron el cierre de una obra de teatro, Behzti, de Gurpeet Kaur Bhatti, que describía el maltrato que sufrían las mujeres sij por parte de hombres de su misma religión. Con inepta jocosidad a la par que concisión, un corresponsal de la BBC informaba: «Si tuviéramos que escribir una sinopsis teatral para lo que Birmingham acaba de presenciar con Behzti, podríamos hacerlo en ocho palabras: ‘obra ofende a comunidad, comunidad protesta, obra cancelada’».
Los activistas de un grupo de presión llamado Christian Voice, entonces —lejos de ser una coincidencia—, insistieron en sus exigencias particulares. El espectáculo en vivo Jerry Springer: The Opera se enfrentó a protestas y amenazas de acción judicial por blasfemia cuando se retransmitió por la BBC en 2005 y de nuevo cuando comenzó su gira en 2006. «Puedo decir con convicción que el espectáculo es extremadamente vulgar, ofensivo y blasfemo», escribía el director de la organización en una carta a los teatros, instándolos a que cancelasen las funciones. Y, dado el precedente, ¿por qué no habría de exigir tal cosa?
En un intento por explicar el asunto de Behzti a sus lectores franceses, la corresponsal de Libération en Londres, Anès Poirier, escribía: «Dans une situation pareille, on attend d’un gouvernement qu’il défende l’auteur menacé». Advirtió que la ministra del gobierno británico responsable de relaciones comunitarias, Fiona McTaggart, hizo precisamente lo contrario. Más bien, McTaggart recibió de buena gana la calma que sucedió a la cancelación de la obra de teatro. A menudo nos hace falta un observador externo para apreciar verdaderamente la corrupción de nuestra propia cultura política.
Este malestar suele ser el resultado de reconocer el deber de respetar un derecho. Respetar las creencias y los sentimientos de otros es una afectación letal de las políticas públicas. Es fácil representar la libertad de expresión como proclive a causar perjuicios, precisamente porque es la verdad. El marco legal que parte de ello es contrario a la lógica, pero esencial: no hay que hacer nada. La defensa de una sociedad libre pasa por no tomar posiciones sobre lo que sale de ella, e insistir, en su lugar, en la integridad de sus procedimientos.