La vida de un periodista del Gobierno en Eritrea: la verdad sobre trabajar en un periódico gubernamental firmemente censurado

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Un edificio del gobierno en Asmara, capital de Eritrea. Imagen: Charles Roffey/Flickr

[/vc_column_text][vc_custom_heading text=”Abraham T. Zere comenzó su carrera en un periódico del Gobierno después de que se prohibieran todos los medios de comunicación independientes. Exiliado ahora en EE. UU., revela los peligros a los que se enfrentan los redactores en el “país más censurado del mundo“”][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]

A principios de 2016, los periodistas y miembros de plantilla en puestos clave del ministro de Información de Eritrea fueron obligados a rellenar un formulario con sus datos personales, incluida la información de sus cuentas bancarias y el domicilio de sus familias. La amenaza que suponía para los que estuviesen pensando en dejar el país era evidente.

Han pasado más de 10 años desde que dejé de trabajar para el Ministerio de Información. En este tiempo, ha evolucionado hasta ser un centro del terror extremadamente militarizado cuya interferencia en las vidas de los periodistas es más explícita que nunca.

En abril, Bekeret Abraha, un periodista exiliado, concedió una entrevista a la emisora etíope Radio Wegahta. Abraha, que ha estado en prisión en tres ocasiones, confirmó que es principalmente el ejército quien evalúa a día de hoy la actuación de los periodistas del Gobierno, y muchos de estos han sido encarcelados como consecuencia de ello. Desde 2012 también se les exige que participen en simulacros militares y que hagan guardia en las oficinas del Gobierno

Eritrea se encuentra actualmente en el último puesto (el número 180) en la Clasificación de Libertad de Prensa Internacional de Reporteros sin Fronteras. El Comité para la Protección de los Periodistas lo ha denominado el “país más censurado” del mundo.

Yo aún era joven cuando todavía había periódicos independientes en activo en Eritrea, antes de que los prohibiesen en 2001. Fui colaborador activo de uno de ellos, Zemen, durante mi último año de educación secundaria. El redactor jefe, Amanuel Asrat, que era mi mentor, me había prometido un trabajo cuando terminase la carrera de periodismo, pero lo encarcelaron antes de graduarme y nunca volví a tener noticias suyas. Parecía muy improbable que volvieran a abrir los periódicos independientes algún día, así que en abril de 2003 empecé una columna semanal en el periódico del Gobierno, Haddass-Ertra.

Mi columna, titulada “La agenda de hoy”, pretendía comunicar ciertos mensajes en un nivel simbólico o abstracto a la par que cubría temas como la literatura, la filosofía, las artes, la juventud, la política o cuestiones de Gobierno. Por alguna razón me las arreglé para continuar con la columna durante tres años, haciendo equilibrios entre ser deliberadamente impreciso e incorporar el contexto eritreo.

Aprendí a mantener unas rutinas básicas. El editor —conocido por su lealtad hacia las autoridades superiores— me preguntaba sobre qué había escrito y yo le hacía un resumen del contenido, haciendo hincapié en el ángulo que favoreciera el periódico. Si citaba a figuras internacionales, hacía un apunte sobre el material, asegurando: “El escritor no goza de buena opinión en Occidente”.

Todas las semanas, cuando entregaba mi último artículo, mi editor solo mencionaba el de la semana anterior si contenía algo que había irritado o enfurecido a las autoridades. (De lo contrario, en todos aquellos años nunca recibí ningún tipo de comentario.) El mensaje implícito era: “Tengo una familia que mantener, así que no me metas en líos”.

De las 16 páginas A3 del diario del Gobierno (incluidas dos para anuncios clasificados), solo las tres primeras trataban temas relacionados con Eritrea, y los artículos eran siempre áridos y estaban llenos de clichés. Por ejemplo, textos interminables sobre un nuevo proyecto de construcción de una presa y el hecho de que eso demostraba que Eritrea progresaba a pesar de lo que dijera Occidente.

El resto de noticias eran o bien artículos internacionales traducidos, de poca relevancia para el país o, como mi columna, los que buscaban comunicar ideas furtivamente sin llamar la atención de los jefes.

Si los periodistas se pasaban de la raya, aunque fuera solo un poco, se arriesgaban a que los arrestaran, tras lo cual podrían recuperar el permiso para continuar con su labor después de ser “rehabilitados”. Ali Abdu, ministro de Información, también enviaba a periodistas a su encarcelamiento en prisiones militares, las más brutales del país. El Ministerio de Información también había introducido un complicadísimo sistema de pagos que obligaba a los periodistas autónomos a visitar 13 oficinas de dos ministerios diferentes para cobrar sus honorarios.

Durante mucho tiempo fui sobre seguro. Me llevaba bien con el redactor jefe y me valoraban por ser un periodista prolífico con el que se podía contar en situaciones urgentes. Esto es, hasta que el periódico publicó una carta que atacaba a mi columna, en la que se decía que estaba socavando la sociedad eritrea. Conocía el sistema, así que comprendí que era una advertencia.

Estaba relativamente seguro de que la queja provenía de Abdu, el ministro de Información. En mis tres años en Haddass-Ertra, nunca había tenido ningún contacto personal con Abdu. Nunca acudí a él para pedirle favores o aprobación, una ofensa sin duda imperdonable a sus ojos. Yo era bastante consciente de que tenía una reputación de leer y aprobar todas las noticias locales y que monitorizaba las internacionales con una fijación casi patológica. Sospechaba que no tenía mis artículos en alta estima. Así que al día siguiente de leer su carta, le entregué mi carta de dimisión al redactor jefe.

El descontento de Abdu con mis artículos se hizo evidente más adelante, después de que yo empezase a escribir para la revista del partido en el Gobierno, Hidri, que no estaba bajo su control. Dos veces dirigió ataques contra mí en el periódico nacional y me identificó como una amenaza a la seguridad.

Mis solicitudes de permiso para salir del país y completar una beca en una universidad estadounidense recibieron repetidas negativas. Finalmente en 2012 me ayudé de mis contactos para obtener aprobación para un viaje de estudios a Sudáfrica y de allí viajé a EE. UU., donde aún permanezco.

El ministro de Información Abdu huyó de Eritrea en 2012 y solicitó asilo político en Australia.

“El Ministerio de Información es una institución muerta en cortejo fúnebre”, declaró Abraha en una entrevista de radio en Tanzania. Mientras tanto, los periodistas eritreos viven en un limbo permanente.

Abraham T. Zere es director ejecutivo de PEN Eritrea in Exile

 

Traducción de Arrate Hidalgo[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Abraham Zere: After 15 years of fear Eritreans read between the lines

Scenes from Eritrea, photographs by Yonatan Tewelde

Scenes from Eritrea, photographs by Yonatan Tewelde

It initially sounded like a joke; gradually it got serious and then tragic. A decade and a half later, it is catastrophe.

Fifteen years ago on 18 September, 2001, fellow students of University of Asmara and I were confined in two labour camps, GelAlo and Wi’A, for defying a requirement of unpaid summer work. We were kept in the camps, under harsh, atrocious living conditions and open to the weather that normally reaches 45 C (113 F) for about five weeks. As we were preparing to return home, we learned the government had banned seven private newspapers and imprisoned 11 top government officials.

The day after our homecoming, beaten down and demoralised, I went to meet Amanuel Asrat, chief editor of Zemen newspaper. About 10 days before that, he had received an article, in which I detailed our living conditions, that I had managed to get smuggled out of the prison camp. My piece was published in the last issue of the newspaper.

An atmosphere of fear pervaded Asmara. The environment had changed abruptly from heated and loud political debates to people resigning themselves to whispers and silence.

Unlike our previous meetings when Asrat greeted me with a joke, this time his dejection was obvious.

I do not remember exactly what we talked about, nor do I remember where we met. I assume Asrat must have expressed satisfaction about my safe return (as two students had died in the camp) and perhaps asked about my family. It’s possible we talked about the days before we had been sent to the prison camp. I do not know.

Yet, I remember vividly that we briefly talked about the letter I had sent him from the camp, and him explaining why he had published it anonymously. He didn’t want to incriminate me in its publication. Asrat also assured me that he had destroyed the original letter after publishing it.

What else do I remember from that encounter? Nothing substantial apart from him saying in a resigned tone, “Things are getting worse. It is inevitable we [the journalists] will also follow the political leaders [who had been imprisoned].”

At that point, we went our separate ways, probably hoping to meet some days later.

Before a second meeting with Asrat, I received the news of his and other journalists’ arrests. Even then, no one thought they would be held for more than a few days or weeks.

This is why journalist Dawit Habtemichael showed up at his workplace the next morning — even after security had come to his home the previous day and hadn’t found him. He reasoned that they would arrest him and release him shortly thereafter, a common occurrence at the time. He arrived confidently at his office, prepared to be arrested. He probably felt that fleeing would be an act of betrayal to his colleagues and friends.

Contrary to expectations, both Habtemichael and Asrat have been kept incommunicado in secret prisons with 10 other journalists and 23 political figures for the last 15 years. The Eritrean authorities have never clarified their fates, but some allegedly leaked information by an anonymous whistleblower indicates that only 15 of the total 35 prisoners are alive in the worst living conditions. The journalists who were incarcerated in connection with the press crackdown in 2001 are: Amanuel Asrat, Idris Said Aba’Are, Seyoum Tsehaye, Yousif Mohammed Ali, Said Abdelkadir, Medhanie Haile, Dawit Isaak, Dawit Habtemichael, Matheos Habteab, Fessaha “Joshua” Yohannes, Temesegen Ghebereyesus, and Sahle “Wedi-Itay” Tsegazeab. The leaked source allegedly states only five of the 12 were alive in deteriorating health conditions as of the beginning of this year.

So until the arrested journalists were transferred to an unknown prison outside the capital, many of us – and maybe even those who had been arrested – had high hopes that things would normalise and they would shortly be released from detention. Apart from the architects of repression, nobody guessed that the reign of terror and fear would last for 15 years – and continue to this day.

The culture of fear and hushed whispers gradually pervaded Eritrea until it became the nation’s signature reality. All roads began leading to dead ends. Silence and lack of cooperation became the only means of defiance that would not lead to arrest and imprisonment. The regime’s elimination of all independent media operating in the country conspired with a lack of public forums to effectively zombify Eritreans living inside the country.

Now it has reached a stage where failure to applaud unconditionally all actions taken by the government, no matter how irrational or arbitrary, can be considered as dissidence.

Over the last 15 years Eritreans have been pushed to the edge. Fear has been internalised. Nationals living inside the country are beaten down to docility and respond to orders and requirements without question. The country is plagued with harsh living conditions as a result of shortsighted policies, tattered institutions and a ragged social fabric characterised by mistrust.

Unlike 2001 when I was confident that the journalists would be released after a short time, in January 2015, I celebrated as miraculous the release of Radio Bana journalists after six years in prison without charges. Of course, I had no doubt they were all innocent, and the release of an earlier batch two years before confirmed this fact. Among them was a man who had been imprisoned for four years in place of another man who shared the same first name. In another nonsensical interrogation, related by one of the Radio Bana journalists who were released, authorities showed a print article as evidence of a broadcast allegedly aired by the opposition radio station.

No matter how long the Radio Bana journalists had stayed in prison or the sufferings they had gone through, their release was still big news to celebrate. Any release of political prisoners has been a rare occurrence in Eritrea, which is why many of us called the freed journalists to congratulate them. In a system that follows the perverted logic of “guilty until proven innocent,” it was important to celebrate their freedom  because no one can guess the irrational acts the regime repeatedly takes.

With the state media parroting ceaseless propaganda and hate-filled editorials, citizens have mastered a special skill: how to read between the lines. Most Eritreans do not listen to what the president says in his regular, repetitious interviews with the national media. Rather they read his gestures, listen to his tone and scan his appearance to get a feel for the state of the country. Many Eritreans check the media just long enough to determine whether he looks healthy or not.

This accumulation of fear, with a stifled media and ubiquitous censorship, has earned Eritrea the title of “most censored country in the world”, according to Committee to Protect Journalists. It also has placed it as the last country in World Press Freedom Index, as reported by Reporters Without Borders.

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Scenes from Eritrea, photographs by Yonatan Tewelde

Yonatan Tewelde is an Eritrean photographer and filmmaker who is also working as PEN Eritrea in Exile’s webmaster and graphic designer

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